Pocas personas han logrado alcanzar la categoría de mito y no cabe duda de que Bela Lugosi lo ha conseguido. Su nombre, su rostro, su sonrisa y su mirada han quedado ligadas para siempre a la de su creación más inmortal, el Conde Drácula, y su imagen regia, marcial y atenazadora se ha vuelto un icono del cine, en especial del cine de terror. Al igual que Boris Karloff, John Wayne o Marilyn Monroe, Bela Lugosi ha sobrepasado los límites de la mitología y la mitomanía cinematográfica para ser un referente de nuestra cultura. Al igual que su inseparable Drácula, Bela Lugosi ha permanecido vivo tras su muerte alimentando los sueños, las pesadillas y la imaginación de millones de admiradores.

En un giuño del destino, los orígenes de Bela Lugosi ya anticipaban el rumbo que tomaría su vida. Nacido en Lugoj, en la región de húngara Transilvania, aunque hoy perteneciente a Rumanía, desde joven encaminó sus pasos hacia el mundo de la actuación y participó en diversas obras de Shakespeare hasta llegar a formar parte del Teatro Nacional de Budapest y a convertirse en un prometedor galán cinematográfico y a fundar un sindicato de actores. Esta actividad política izquierdista le llevó a emigrar de su país, primero a Alemania donde se comenzó a especializar en papeles macabros y oscuros y más tarde a Estados Unidos, dispuesto a seguir adelante con su carrera de actor teatral y cinematográfico.

Alternando el teatro con pequeños papeles en el cine bajo las órdenes del británico Tod Browning entre otros pioneros del cine sonoro, donde interpretaba papeles de espías alemanes o agentes comunistas, su oportunidad le llega de la mano de “Drácula”.
Lugosi estaba muy familiarizado con este personaje, pues había protagonizado desde 1927  una muy exitosa adaptación teatral en Broadway dentro de un papel que le venía como anillo al dedo, especialmente debido a su marcado acento del este de Europa, que le había impedido prosperar en exceso dentro de Hollywood una vez iniciado el periodo sonoro.